Orar es subir a una montaña, no físicamente, sino entrando en lo más profundo de nuestro ser en donde encontramos el corazón de luz de Dios.
Se sube a la montaña entrando en nosotros mismos, más allá de sentimientos y razones, más allá del vaivén de la vida diaria llevando en el corazón los grandes problemas del mundo.
Orar es entrar en nosotros mismos, con las manos llenas de rostros y de historias, y dejarnos iluminar, transfigurar por la amorosa y apacible luz de Dios que nos habita el corazón, «en su más profundo centro». Efectivamente, mientras Jesús rezaba su rostro cambió de apariencia.

Orar transforma: te convierte en lo que contemplas, en lo que escuchas, en lo que amas, llegas a ser como Aquel quien rezas. Dice el Salmo 34: «¡Contemplad el rostro de Dios y quedaréis radiantes!» (Sal 34,6).
¡Cuanta necesidad tenemos de subir al monte en nuestra sociedad, para tener una mirada más amplia sobre la historia, para liberarnos del miedo, para superar la irracionalidad y la ideologización!
¡Cuanta necesidad tenemos de ser, transfigurados!
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